La
señora Tapia fue mi clienta en un juicio de extinción de condominio. Cuando ese
juicio finalizó, intenté negociar con el otro condómino para comprar todo el
inmueble, pero no tuve éxito; los condóminos tampoco querían aceptar ofertas de
terceros, y no parecía conveniente para ninguno pedir una subasta (y esas eran
las únicas opciones legales en ese momento), así que el asunto quedó sin
resolverse (con una gran insatisfacción y angustia para mi clienta).
Un
tiempo después entró en vigencia una nueva ley que reintroduce la licitación
como forma de extinguir un condominio. Por lo cual, luego de estudiar el tema,
advertí que podía ofrecerle esta opción a mi clienta, y estaba convencido de
que aceptaría, porque su voluntad era adquirir el cien por cien de un inmueble
que había pertenecido a un hermano.
Durante
la feria de invierno estudié este tema, y planifiqué llamarla el primer día que
volviese a trabajar, y así lo hice.
La
señora Tapia estaba casi sorda, por eso cuando llamé a su casa, hablé con una
nieta que tenía conocimiento de este asunto. Le expliqué que quería ofrecerle
esta opción y que de esta forma iba a poder adquirir todo el inmueble, pero
ella me contestó:
—Luis,
mi abuela falleció hoy, a la mañana —y luego de un breve silencio, agregó—. Debe
ser que ella te estuvo iluminando para que nos llames, ¿cómo sería, ahora, hacer
esa cosa? ¿Quién lo puede hacer?
A
continuación, mientras yo no podía dejar de mencionar mi asombro, mis
condolencias y disculpas (por la inoportuna llamada), la nieta expresó que entendía
la situación, y que no tenía de qué preocuparme, porque seguramente su madre iba
a hacer lo que le indicaba, ya que era el deseo de su abuela, y por eso, no le
extrañaba mi llamada.
Al
día siguiente, incrédulo de la situación, busqué el aviso en los obituarios y en
redes sociales.
Unos
días después, en mis papeles de trabajo, una idea, de un tiempo trascendente, se
empezó a concretar.
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