En la plaza 9 de Julio habían unos pocos transeúntes; más que nada
por la hora, porque como todo el mundo sabe, a las tres y media de la tarde en
esta ciudad no queda ni un alma.
Estaba sentado junto a Ariel Gutiérrez, después de almorzar; como
quien hace tiempo, para que alguien lo atienda, culpa de la bendita costumbre de hacer la siesta. Y en eso que
hablábamos de lo mal que se financia el agro en estos tiempos, se nos acercó
una chica de no más de veintidós años. Tenía rastas en el pelo,
pollera de aguayo, remera colorida, bolsito de los típicos andinos; toda
vestida con aquello que nos suele hacer llamar, a la gente de esta zona, como
una hippie.
Noté que ya me había hablado por lo menos diez minutos. Entonces
le dije, “Bueno, vendeme la que combina con mi traje”. La sacó del cartoncito,
me la dío, y me ofreció anudarla. Le pagué el doble de lo que me dijo. No por
la pulsera, sino por lo que era: un invento, fruto de una chica que tenía las
riendas de lo simbólico. Creo que le quedé debiendo.
Gran prosa Luis
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