miércoles, 13 de marzo de 2013

LA VENDEDORA.



En la plaza 9 de Julio habían unos pocos transeúntes; más que nada por la hora, porque como todo el mundo sabe, a las tres y media de la tarde en esta ciudad no queda ni un alma.

Estaba sentado junto a Ariel Gutiérrez, después de almorzar; como quien hace tiempo, para que alguien lo atienda, culpa de la bendita costumbre de hacer la siesta. Y en eso que hablábamos de lo mal que se financia el agro en estos tiempos, se nos acercó una chica de no más de veintidós años. Tenía rastas en el pelo, pollera de aguayo, remera colorida, bolsito de los típicos andinos; toda vestida con aquello que nos suele hacer llamar, a la gente de esta zona, como una hippie.

Me quería vender una pulserita; me decía que por el color combinaba con mi traje; como le dije que no, empezó a hablarme de unos collares, que estaban hecho de no sé qué piedras, que tenían poderes, que eran buena energía. Y en medio de todo eso, noté que sonreía y se reía con todo lo que me contaba. Como si le importara poco si yo le iba comprar algo, o estaba interesado. Solo quería decirme lo que sabía, o creía, acerca de esas telas, piedras, metales.

Noté que ya me había hablado por lo menos diez minutos. Entonces le dije, “Bueno, vendeme la que combina con mi traje”. La sacó del cartoncito, me la dío, y me ofreció anudarla. Le pagué el doble de lo que me dijo. No por la pulsera, sino por lo que era: un invento, fruto de una chica que tenía las riendas de lo simbólico. Creo que le quedé debiendo.





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