sábado, 23 de marzo de 2013

AGUSTINA.



Nos encontrábamos en las esquinas de las calles siete y cuarenta y ocho para dirigirnos a cualquier lugar. Caminar era la primera etapa de nuestro encuentro, sin rumbo; aunque a veces dábamos vuelta por los mismos lugares; después de eso, era determinar a qué bar o café de la ciudad nunca habíamos entrado; el criterio, si decidía yo, era un bar para tomar alguna cerveza; si elegía ella, bastaba que sirvieran buen café.

En los bares que entrabamos, buscábamos la mesa más alejada; nos gustaba que no fuera ruidoso; y si pasaban música, que no estuviera fuerte.

Lo bueno de hablar fue que siempre terminábamos entendiéndonos; a veces ninguno tenía la razón, pero si razones que nos parecían entendibles; por eso nos sentíamos libres, cómodos de exponer cualquier chiflado punto de vista.

Nos conocimos cursando las primeras materias. Estaba casi tan perdida como yo, aunque tenía la seguridad de un entorno decepcionante. Para mí era al revés: ni seguridad, ni decepción, todo era nuevo. Como salíamos juntos después de estudiar, a veces yo la acompaña una cuadra, a veces dos, después me quedaba esperándola hasta que tomaba el colectivo. Éramos dos extraños conectados por la palabra.

Agustina, tenía un largo pelo negro, fuerte y ondulado; los ojos marrones; la nariz italiana; y los labios finos. Quizá lo más atractivo de ella era su sonrisa comprensiva, cómplice a veces. Sabía escuchar, sabía hacerse escuchar; y muchas veces, me silenciaba con un  concepto de meditación y serenidad. Su virtud era abarcar con significados y sentidos lo que uno decía, le encontraba un valor recíproco, pero nunca fue complaciente.

Al principio, hablábamos de la universidad, de política, de nuestros distintos dialectos y costumbres. Discutíamos, por ejemplo, porque teníamos que llamar micro y no colectivo a ese medio de transporte que todo el mundo conoce.

Nunca tuvimos problemas de tema, porque nunca tuvimos algo preciso que contarse; el placer de charlar era lo que nos unía; y nunca interrumpimos una charla; éstas eran largas, corridas y profundas.

Cuando avanzamos en la carrera, ya no nos veíamos tanto. Ella entró en crisis vocacional. Empezó a pintar, a fotografiar, a meditar, y a viajar. Una vez me dijo que quería ser psicóloga, y yo la entendí. Y quizá por contagio de rebelión, por mi parte empecé a tocar la guitarra, a bailar, a estudiar antropología, a militar. Pero terminé recibiéndome de mi primera elección, casi sin darme cuenta; a ella, le faltaba poco, pero se había encontrado antes que yo. 

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