jueves, 29 de septiembre de 2022

LA GRADUACIÓN


     


     Fue una mañana nublada, probablemente, la única nublada de esa semana.

Llegué a ella con mucho café, entre medio de apuntes, luz artificial, y después de guitarrear con un compañero de casa, que se fue a dormir pidiéndome que lo imitara —quizás, porque estaba algo incrédulo de lo que iba a hacer. Ahora lo entiendo, porque, hasta las nueve de la mañana, solamente el bedel, yo, y un chico que había viajado del interior, nos habíamos tomado en serio eso de rendir la última materia.

Había un inscripto más, así que, cuando los profesores llegaron, dijeron que lo iban a esperar quince minutos. Mientras tanto, pidieron café —esos quince minutos se hicieron eternos, porque, aparentemente, tenían mucho para conversar—, y nos invitaron a esperar afuera.

Si no hubiese sido por la espera, Andrés y Juan, no me habrían visto ahí.

—¿Qué haces aquí? — me dijo Juan.

—Voy a rendir finanzas, boló —le dije en voz baja, y por la cara que puso tuve que repetirlo—. En serio te digo.

—Tas loco Luisito. Yo voy a cursarla de nuevo.

”Avisame. Vos podrías venir otra vez de oyente, y si hablás con los profes, capaz que te suman, rendís, y después te firman la libreta, como libre. Vos viste como es —después de eso se despidió.

—Bueno, vamos a ver cómo me sale esto. Gracias —le dije.

Luego lo vi a Andrés. Tuvimos una charla parecida, pero él, más optimista, me esperó hasta que nos llamaron a rendir —después de eso sé que se fue a comprar harina y huevos, y a conseguir gente para darme una paliza, pero solamente consiguió a su novia.

Cuando salí, me estaban esperando, pero como no les daba la fuerza para dejarme un enchastre, solamente me abrazaron, reímos, y nos fuimos caminando por el pasillo.

Andrés me abrazaba y le decía a los que saludaba: "se recibió con finanzas". Estaba orgulloso.

Por mis condiciones subjetivas de ese momento no quise avisarle casi a nadie. Quería hacerlo como un trámite más. ¿Por qué? Quizá porque iba hacer algo que no se hace, y me daba miedo. También tenía vergüenza de que si me iba mal todos me iban a decir: “¿ves?, esa materia no se rinde libre”, y se sumaba la ridícula vergüenza de haber desaprobado una materia por promoción —que es la manera como se aprueba esa materia—, quizás por distraerme un poco con la vida.

Lo bueno fue recibirse, y todo lo que vino después; lo malo —aunque no estoy seguro—, es que lo asumía como una carrera —contra mí, pero no por eso, menos competitiva.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

LLUVIA Y SECRETOS



Menos mal que empezó a llover. Esta época del año puede convertirse en un verdadero fastidio, si de tanto en tanto, no cae una buena lluvia.

Con razón mis amigos ayer le daban la bienvenida a la lluvia —se expresaron muchas cosas en ese grupo de WhatsApp, y ninguna fue tan unánime, como el agradecimiento a la lluvia—: porque sin lluvia no se puede vivir .

Sin buenas lluvias no hay salud, no hay cosechas, no se llenan los diques, y, —no menos importante—no se pueden apreciar los paisajes, con los colores vivos, típicos de esta época.

Por otro lado: ¡qué envidia! ¡qué lindo ver cómo florece la naturaleza! Ojalá nosotros fuéramos así.

Me acuerdo cuando vivíamos en Cabra Corral. Para esta época la lluvia solía llegar con tormentas eléctricas. “Porque los cerros tienen uranio, Segovia”—solía decir el viejo Pérez, con la arrogancia de un verdadero ‘chamuyero’. Ojalá esa gente, que, a mi juicio, es mala, no se aprovechase de la ignorancia de la gente. Ojalá les diese vergüenza engañar. Con lo lindo que es hablar al pedo, en tono de cuento, con intenciones de entretener, o hacer pensar, pero querer hacer creer mentiras… ¡uff! Eso me saca.

Estoy mirando el techo. Estoy en cama. Me siento bien. Pero me retraigo cuando pasan cosas que no entiendo. Me pongo a pensar. Por eso me acuerdo de los estafadores, y de la lluvia. De lo primero, porque tiene que ver con lo que no entiendo; de lo segundo, porque, con lo que pasó, me di cuenta que tengo que ser más agradecido. Así que, hasta que no entienda un poco lo que pasó, no me voy a levantar.

Hasta hace un rato no estaba en condiciones de trabajar. Quería ponerme a hacer una demanda, pero casi quedé duro frente a la computadora.

Tenía dolor de cuello y de cabeza, y era tan intenso que me había decidido por ir a comprar algún remedio —alguno de venta libre.

Lejos de querer saber por qué me sentía así, quería ocultarlo, quitármelo —y con cualquier método—, para ponerme a trabajar. Pero no hizo falta comprar nada: conseguí unas píldoras gratis, y recibí una especie de curación, también gratis —por lo menos, por ahora.

Esto pasó cuando estaba yendo al kiosco. En la vereda me encontré con un vecino, de esos que —sin importar la época del año, o el momento del día—, siempre están barriendo.  Nos saludamos, y él aprovechó para ofrecerme bingos de la liga de fútbol, los cuales rechacé —porque me parece caro comprar pequeñas probabilidades.

Todo estaba listo para seguir, ya que no soy de esos que se andan victimizando, pero se me ocurrió contarle de mi dolor.

—¿Qué podría tomar para el dolor de cabeza? Me duele, sobre todo cuando muevo hacia la izquierda —le dije.

—¿Te duele solo la cabeza, o también el cuello? —me preguntó.

—Me duele también un poco el cuello. Sobre todo, cuando doblo. Y me suena. No sé. Siento como un crujido en el cuello

—Ah… ya. ¿Querés que te revise? —en ese momento mi cara debió ser de asombro, porque continuó— ¡Nooo! No tengas miedo Luisito. Mirá. Yo soy terapeuta, ya no ejerzo, pero trabajé con los changos de Central, y con los changos de mi club. Siempre me encargué de los golpes, torceduras y dolores.

‘Vení. Pasá.

 En ese momento no sabía cómo decirle que no. “Recién zafé de caer en la timba, y ahora estoy a punto de caer en el curanderismo”—pensé.

Una vez adentro, me invitó a tomar asiento, y pegó un grito para avisarle a su mujer no sé qué cosa sobre el perro, y para contarle que yo estaba ahí.

—Es Luisito, vieja. Le duele la cabeza. Lo voy a curar —gritó.

La señora de mi vecino me saludó desde el fondo, estaba con su mamá haciendo algo de jardinería, con lo cual me di cuenta, que, aparte de la viejita —la suegra de mi vecino—, todos en esa casa colaboran con el jardín.

Mientras permanecía sentado, mi vecino sacó una caja de plástico de los estantes del comedor, y de adentro de esa caja sacó un pedazo de madera con un piolín. Me dio un poco de miedo. Pero ya estaba resignado. 

“Seguramente va a darme un par de masajes en el cuello, y listo. Después voy a tener que confiar en los fármacos autorizados”— pensé. Aunque, finalmente, ni él me hizo masajes, ni yo utilicé ningún fármaco.

Mi vecino se puso detrás de mí, y con la madera y el piolín empezó a medir algo entre mi cuello y mi cabeza.

—Relajate Luisito. Estas con miedo, yo te voy a ayudar —y unos segundos después—. Listo. Ahora mové los brazos, el cuello, la cabeza, ¿duele algo?

En ese instante —ahora que lo pienso— estuve cien por ciento recuperado, pero le dije:

—Bien, bien. Me siento mucho mejor. ¿Qué fue lo que me hizo?

—Es secreto Luisito. Lo importante es que vas a estar bien. Si querés, para más seguridad, más tarde tomate un Tafirol —buscó otra vez en esos estantes del comedor, sacó un par de píldoras, y me las dio.

Al despedirme, me comentó que en el club de fútbol había recuperado muchos changos, que obviamente con los golpes no hay secretos, pero que, si se trataba de miedos o estrés, tenía este método.

viernes, 22 de julio de 2022

DESDE EL TIEMPO Y NINGUN LUGAR

La señora Tapia fue mi clienta en un juicio de extinción de condominio. Cuando ese juicio finalizó, intenté negociar con el otro condómino para comprar todo el inmueble, pero no tuve éxito; los condóminos tampoco querían aceptar ofertas de terceros, y no parecía conveniente para ninguno pedir una subasta (y esas eran las únicas opciones legales en ese momento), así que el asunto quedó sin resolverse (con una gran insatisfacción y angustia para mi clienta).

Un tiempo después entró en vigencia una nueva ley que reintroduce la licitación como forma de extinguir un condominio. Por lo cual, luego de estudiar el tema, advertí que podía ofrecerle esta opción a mi clienta, y estaba convencido de que aceptaría, porque su voluntad era adquirir el cien por cien de un inmueble que había pertenecido a un hermano.

Durante la feria de invierno estudié este tema, y planifiqué llamarla el primer día que volviese a trabajar, y así lo hice.

La señora Tapia estaba casi sorda, por eso cuando llamé a su casa, hablé con una nieta que tenía conocimiento de este asunto. Le expliqué que quería ofrecerle esta opción y que de esta forma iba a poder adquirir todo el inmueble, pero ella me contestó:

—Luis, mi abuela falleció hoy, a la mañana —y luego de un breve silencio, agregó—. Debe ser que ella te estuvo iluminando para que nos llames, ¿cómo sería, ahora, hacer esa cosa? ¿Quién lo puede hacer?

A continuación, mientras yo no podía dejar de mencionar mi asombro, mis condolencias y disculpas (por la inoportuna llamada), la nieta expresó que entendía la situación, y que no tenía de qué preocuparme, porque seguramente su madre iba a hacer lo que le indicaba, ya que era el deseo de su abuela, y por eso, no le extrañaba mi llamada.

Al día siguiente, incrédulo de la situación, busqué el aviso en los obituarios y en redes sociales.

Unos días después, en mis papeles de trabajo, una idea, de un tiempo trascendente, se empezó a concretar.