Menos mal que empezó a llover. Esta época del año
puede convertirse en un verdadero fastidio, si de tanto en tanto, no cae una buena lluvia.
Con razón mis amigos ayer le daban la bienvenida a
la lluvia —se expresaron muchas cosas en ese grupo de WhatsApp, y ninguna fue tan
unánime, como el agradecimiento a la lluvia—: porque sin lluvia no se puede
vivir .
Sin buenas lluvias no hay salud, no hay cosechas,
no se llenan los diques, y, —no menos importante—no se pueden apreciar los
paisajes, con los colores vivos, típicos de esta época.
Por otro lado: ¡qué envidia! ¡qué lindo ver cómo florece
la naturaleza! Ojalá nosotros fuéramos así.
Me acuerdo cuando vivíamos en Cabra Corral. Para
esta época la lluvia solía llegar con tormentas eléctricas. “Porque los cerros
tienen uranio, Segovia”—solía decir el viejo Pérez, con la arrogancia de un
verdadero ‘chamuyero’. Ojalá esa gente, que, a mi juicio, es mala, no se
aprovechase de la ignorancia de la gente. Ojalá les diese vergüenza engañar.
Con lo lindo que es hablar al pedo, en tono de cuento, con intenciones de
entretener, o hacer pensar, pero querer hacer creer mentiras… ¡uff! Eso me
saca.
Estoy mirando el techo. Estoy en cama. Me siento
bien. Pero me retraigo cuando pasan cosas que no entiendo. Me pongo a pensar.
Por eso me acuerdo de los estafadores, y de la lluvia. De lo primero, porque tiene
que ver con lo que no entiendo; de lo segundo, porque, con lo que pasó, me di
cuenta que tengo que ser más agradecido. Así que, hasta que no entienda un poco
lo que pasó, no me voy a levantar.
Hasta hace un rato no estaba en condiciones de trabajar.
Quería ponerme a hacer una demanda, pero casi quedé duro frente a la computadora.
Tenía dolor de cuello y de cabeza, y era
tan intenso que me había decidido por ir a comprar algún remedio —alguno de
venta libre.
Lejos de querer
saber por qué me sentía así, quería ocultarlo, quitármelo —y con cualquier
método—, para ponerme a trabajar. Pero no hizo falta comprar nada: conseguí unas píldoras gratis,
y recibí una especie de curación, también gratis —por lo menos, por ahora.
Esto
pasó cuando estaba yendo al kiosco. En la vereda me encontré con un vecino, de
esos que —sin importar la época del año, o el momento del día—, siempre están barriendo. Nos saludamos, y él aprovechó para ofrecerme
bingos de la liga de fútbol, los cuales rechacé —porque me parece caro comprar
pequeñas probabilidades.
Todo
estaba listo para seguir, ya que no soy de esos que se andan victimizando, pero
se me ocurrió contarle de mi dolor.
—¿Qué
podría tomar para el dolor de cabeza? Me duele, sobre todo cuando
muevo hacia la izquierda —le dije.
—¿Te duele solo la cabeza, o también el cuello? —me preguntó.
—Me
duele también un poco el cuello. Sobre todo, cuando doblo. Y me suena. No sé.
Siento como un crujido en el cuello
—Ah…
ya. ¿Querés que te revise? —en ese momento mi cara debió ser de asombro, porque
continuó— ¡Nooo! No tengas miedo Luisito. Mirá. Yo soy terapeuta, ya no ejerzo,
pero trabajé con los changos de Central, y con los changos de mi club. Siempre me
encargué de los golpes, torceduras y dolores.
‘Vení. Pasá.
En ese momento no sabía cómo decirle que no. “Recién
zafé de caer en la timba, y ahora estoy a punto de caer en el curanderismo”—pensé.
Una
vez adentro, me invitó a tomar asiento, y pegó un grito para avisarle a su mujer
no sé qué cosa sobre el perro, y para contarle que yo estaba ahí.
—Es
Luisito, vieja. Le duele la cabeza. Lo voy a curar —gritó.
La
señora de mi vecino me saludó desde el fondo, estaba con su mamá haciendo algo de
jardinería, con lo cual me di cuenta, que, aparte de la viejita —la suegra de mi
vecino—, todos en esa casa colaboran con el jardín.
Mientras
permanecía sentado, mi vecino sacó una caja de plástico de los estantes del comedor,
y de adentro de esa caja sacó un pedazo de madera con un piolín. Me dio un poco
de miedo. Pero ya estaba resignado.
“Seguramente va a darme un par de masajes
en el cuello, y listo. Después voy a tener que confiar en los fármacos
autorizados”— pensé. Aunque, finalmente, ni él me hizo masajes, ni yo utilicé ningún fármaco.
Mi
vecino se puso detrás de mí, y con la madera y el piolín empezó a medir algo
entre mi cuello y mi cabeza.
—Relajate
Luisito. Estas con miedo, yo te voy a ayudar —y unos segundos después—. Listo.
Ahora mové los brazos, el cuello, la cabeza, ¿duele algo?
En
ese instante —ahora que lo pienso— estuve cien por ciento recuperado, pero le
dije:
—Bien,
bien. Me siento mucho mejor. ¿Qué fue lo que me hizo?
—Es
secreto Luisito. Lo importante es que vas a estar bien. Si querés, para más
seguridad, más tarde tomate un Tafirol —buscó otra vez en esos estantes del
comedor, sacó un par de píldoras, y me las dio.
Al
despedirme, me comentó que en el club de fútbol había recuperado muchos changos,
que obviamente con los golpes no hay secretos, pero que, si se trataba de
miedos o estrés, tenía este método.