Empecé a andar por
este camino por pura casualidad; pues, descubrí que la única forma que tenía de
bajar esa barriga que se mantenía inmutable ante el ejercicio y las dietas, era
dejar un poco la sal y el azúcar.
Al principio pensaba
que con solo un poco alcanzaba, y mi objetivo no era dejar de consumirlas; entonces,
le agregaba solo menos cantidad a las comidas, pero el sabor no me convencía. Menos
sazonadores me generaban un desequilibrio en el paladar, una sensación de estar
buscando sabores sabiendo que no los iba a encontrar. Así que decidí probar comer
por completo las comidas sin sal y sin azúcar.
Cuando probé la carne
sin sal, pensé: “ahora soy un verdadero carnívoro”. Sentí el gusto de la carne de
novillo como nunca lo había sentido; el sabor era amargo, se sentía la sangre,
y eso me hizo pensar. ¿Nuestros antepasados sentirían que la carne era un
manjar, o esto fue después de agregarle sal? Hasta me imaginé siendo un
cavernícola, y arrastrando un animal a mi cueva. Sangre, era la palabra clave.
El arroz me pareció
pastoso. Me di cuenta que era un verdadero cereal, que venía de una planta, y
que el sabor salado no tenía nada que ver con él.
Con mucha naturalidad
tomé mates cebados, probé galletas, comí frutas y verduras, y todo me pareció
rico. Claro, pensé: “estas cosas ya tienen sales o azúcar incorporada, las
frutas sobre todo”.
Fue raro desayunar y
tomar mate cocido sin azúcar, eso de cocer el mate es distinto a tomarlo cebado;
le agregué leche, y fue más raro todavía.
Al café sin azúcar ya
lo había probado. Una vez quería imitar a un profesor que lo tomaba amargo y
que me decía: “el café con azúcar, es como tomar agua caliente”. El pensamiento
que surgió, fue: “el café es más rico si no lo queman; amargo, no significa quemado”.
Continuará...