sábado, 16 de marzo de 2013

LA EXTRAÑA SEÑORA DEL DIQUE. (1º PARTE).



Conocí a Lucas Montero en una tarde cálida y lluviosa, a fines de febrero del noventa y cuatro, cuando comenzábamos el Jardín de Infantes. El llegó en el colectivo escolar, acompañado por su mamá, vestía- como todos los demás niños –, el  típico delantal a cuadros; cargaba una pequeña mochila; y tenía un termo amarillo, donde trajinó bebidas por los siguientes años. Era hijo único de unos padres médicos que  trabajaban en el hospital local, y vivían a orillas del Dique Cabra Corral, a 5 kilómetros de Moldes, un pueblo ubicado al sur de la capital de Salta.

En todo el transcurso de la escuela primaria fue un alumno dedicado. Se destacó por sorprender a las maestras con datos extraños, abundantes, e innecesarios. En lo demás era casi normal. A no ser por unos lentes que tuvo que usar desde temprano, y que le trajeron apodos, y burlas interminables.

Aunque fuimos compañeros durante todos los primeros años, recién nos hicimos amigos, cuando teníamos como nueve o diez años. Fue en una tarde, en un recreo, cuando nos sorprendió a todos con un relato.

Nos dijo que a orillas del Dique, muy cerca de su casa, habían comprado un terreno, y habían empezado a construir. “Un hotel cinco estrellas”- nos dijo. Aunque seis o siete meses después, con la obra ya terminada, todos sabíamos que en realidad, era una casa; grande, refinada, y moderna, pero solo una casa; la dueña, según los primeros relatos de Lucas, era una extraña y solitaria mujer; no aparentaba tener más de sesenta años; se llamaba Alicia Rodríguez; y era de Rosario de Santa Fe. Según Lucas, en una conversación que ella tuvo con su papá, le escuchó decir que quería dedicarse a escribir y a difundir sobre un tema, pero no sabía qué.

Yo conocí a esa extraña mujer, recién un tiempo después; una tarde, a la salida del colegio, cuando entré a comprar en una panadería. Era alta; de cabello castaño, opaco, y lacio; tenía la piel dorada- lo que demostraba que no era de ahí-; y un aire de urbanidad, que solo podía ser de una gran ciudad. Recuerdo, que a Analía –la dueña de la panadería-,  le llevó varios minutos tomar su pedido. La Señora decía que tenía una reunión, que iban a ir mucha gente a su casa, y que necesitaba de todo. Fue la única vez que la escuché hablar, y salvo su voz- aguda, baja, y sin acentos- no me llamó la atención. 

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