Conocí
a Lucas Montero en una tarde cálida y lluviosa, a fines de febrero del noventa
y cuatro, cuando comenzábamos el Jardín de Infantes. El llegó en el colectivo
escolar, acompañado por su mamá, vestía- como todos los demás niños –, el típico delantal a cuadros; cargaba una
pequeña mochila; y tenía un termo amarillo, donde trajinó bebidas por los
siguientes años. Era hijo único de unos padres médicos que trabajaban en el hospital local, y vivían a orillas
del Dique Cabra Corral, a 5 kilómetros de Moldes, un pueblo ubicado al sur de
la capital de Salta.
En
todo el transcurso de la escuela primaria fue un alumno dedicado. Se destacó
por sorprender a las maestras con datos extraños, abundantes, e innecesarios. En
lo demás era casi normal. A no ser por unos lentes que tuvo que usar desde temprano,
y que le trajeron apodos, y burlas interminables.
Aunque
fuimos compañeros durante todos los primeros años, recién nos hicimos amigos,
cuando teníamos como nueve o diez años. Fue en una tarde, en un recreo, cuando nos
sorprendió a todos con un relato.
Nos
dijo que a orillas del Dique, muy cerca de su casa, habían comprado un terreno,
y habían empezado a construir. “Un hotel cinco
estrellas”- nos dijo. Aunque seis o siete meses después, con la obra ya
terminada, todos sabíamos que en realidad, era una casa; grande, refinada, y moderna,
pero solo una casa; la dueña, según los primeros relatos de Lucas, era una
extraña y solitaria mujer; no aparentaba tener más de sesenta años; se llamaba
Alicia Rodríguez; y era de Rosario de Santa Fe. Según Lucas, en una
conversación que ella tuvo con su papá, le escuchó decir que quería dedicarse a
escribir y a difundir sobre un tema, pero no sabía qué.
Yo
conocí a esa extraña mujer, recién un tiempo después; una tarde, a la salida
del colegio, cuando entré a comprar en una panadería. Era alta; de cabello
castaño, opaco, y lacio; tenía la piel dorada- lo que demostraba que no era de
ahí-; y un aire de urbanidad, que solo podía ser de una gran ciudad. Recuerdo,
que a Analía –la dueña de la panadería-, le llevó varios minutos tomar su pedido. La
Señora decía que tenía una reunión, que iban a ir mucha gente a su casa, y que necesitaba
de todo. Fue la única vez que la escuché hablar, y salvo su voz- aguda, baja, y
sin acentos- no me llamó la atención.
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